No quise yo las manos sucias
y el dolor estaba allí, pidiéndolas,
cayéndose de las uñas con su canción amarga
de ríos rojos y un fusil.
No iba el corazón a la alborada,
no iba con vuelo sobre la arena
del rostro del desierto, aornis.
Era una brigada aguerrida
de gusanos de Jacob,
shabat de lunas y lobos y tormentos.
No quise la estrella, no fue un mazzal,
sino fuego odiosamente humano
y temeridad y medianía de consenso.
Sin aquel báculo biológico
que separó la sangre y la caída,
¿quién dirá soy rey, o se hará amar
por los soles más altos
en la mañana de Sión?
La señal nació al pelear con el ángel,
Peniel en la mirada, Peniel recóndito
en la carne; pero está descoyuntada
la cadera y el dolor sigue ahí,
chamuscado, frío en la ceniza de los años,
quieto en la noria, insurrecto.
No quise yo, girar así, ni aún naciéndome
en la herida de mi pueblo,
ni aún viendo mis manos sucias
mi paso, heroico y rengo.
Carlos López Dzur
martes, 14 de agosto de 2007
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